jueves, 27 de diciembre de 2012

Noche Vieja



Desperté temprano sobre las cinco de la mañana, cuando recordé unas navidades en la platilla (Cortijo)  en compañía de todos los trabajadores y trabajadoras, recolección de aceitunas, noche vieja pasados los años 60. El fogarín inmenso guardaba los restos de un  molino de aceite antiquísimo que parecía el esqueleto de una etapa pasada más afortunada, la obesidad rallaba por su ausencia entre los presente. La vianda se componía de unos dulces hecho de azúcar canela y harina, pero la alegría invadía los cuerpos de una juventud plena pero con muchas carencias humanas, los patriarcados ordenaban y mandaban y las madres eran muy sumisas hacia sus maridos, la esclavitud de la juventud obrera estaba pisada por el pie derecho del régimen y el izquierdo de su familia,  mire alrededor, las sillas faltaban, en su lugar los banquetes de olivo forjado por el ingenio del jornalero, la mayoría tenían tres patas, las llamas del fogaril escapaban rauda a través de una chimenea mugrienta por el hollín, el humo blanco de leña verde invadían el tejado con su olor de libertad y de leña fresca. Se puso el puchero, caldo de pollo que como no había se sustituyo por huesos añejos de cerdo y tocino vetoso, que decían que las vetas eran de carne y además  serrano, efectivamente por su color amarillo se sabe cuantas temporadas pasadas. La noche se fue alegrando, sacaron algunas botellas de anís ,que por su mal  sabor decían que sabían a rosa. Las  brasa que ardían en el hogar soltaban chispas y pensé que parecían estrellitas escapando del calor de la lumbre, pero se diluían adivinando  la miseria que rodeaba  el lugar. Una joven estaba sentada en un banco de piedra y entre su frente y el pañuelo que rodeaba su cabeza un mechón de pelo rizado caía como queriendo escapar de una libertad que se le negaba, un chico bien parecido barbilampiño llamo mi atención, estaba muy tieso, en su mano sostenía un tallo de olivo que rompía de trecho en trecho,  del nerviosismo que tenia,  adivine enseguida por lo que era,  en medio había una mujer que aparentaba más de una treintena de años, seca, nerviosa, nariz aguileña, peinada con un roete relleno de jazmines, medios marchitos y mal colocado,  no era muy difícil adivinar que era la madre de la chica, calzaba botas remendadas. Unos niños jugaban a los chinos frente al fogón, no contarían más de diez  años, sus padres lo habían sacado de la escuela para ayudar a su familia a sufragar los gasto en tiempos de paro. Me fije en un hombre que trabajaba la palma haciendo pleita, a su lado y junto al banquete había una aguja de hueso para coser con tomiza y darle forma a una espuerta cuartilla, las tajas colgaban de la pared para anotar el gasto de pan o de aceite que el patrono ofrecia descontándolo  de su salario.  Se oyeron cánticos en el exterior eran jóvenes de cortijos y haciendas colindantes traían cantaros y suelas de alpargata golpeándolos para imitar el sonido de las zambombas, botellas vacías con relieve que emitían un sonido al ser restregadas por unas cucharas, un viejo que estaba muy cerca de la lumbre le daba forma a un bastón de acebuche, a su lado un mechero de yesca y una petaca descolorida por el huso, empezó a mover la cabeza como señal de  protesta del jolgorio que se estaba formando,  a la derecha de la lumbre dos chicos con una tenaza en la mano apartaban ascuas del fuego para azar algunos pajarillos  que habían atrapado,  el manigero sentado en un lugar preferente liaba un cigarrillo, prendiéndolo con una vareta encendida, aspiro el humo y tosió levemente con la vista puesta en las puntera de sus botas.  Empezó la fiesta con danzas y canticos. Uno de los más populares era una canción que le llamaban “la geringosa” consistía en sacar a bailar cada uno a su pareja, parecía que todo el mundo se divertía para no pensar que al otro dia, tendrían que empezar de nuevo la angustiosa  faena de la recolección. Una mujer entrada en años acerco a la lumbre una olla con caracoles, me llamo la atención vestía toda de negro, con un delantal oscuro, el peto estaba sujeto a su vestido por dos imperdibles y en sus manos sostenía dos trozos de tela para apartar la hoya del fuego.  Por la puerta que daba al patio apareció un hombre que se cubría con una gorra negra, descolorida por el sudor, tenía un cigarro a medio consumir, lo miro sacudiéndolo para dejar caer la ceniza sobre el suelo de ladrillo basto, en un ojal de su chaleco de pateen  colgaba una cadenilla que sostenía un reloj que a la hora de empezar la faena siempre adelantaba y al final de la jornada  atrasaba en beneficio de la finca, lo tenía introducido en un pequeño  bolsillo de su chaleco, lo saco mirando la hora y dijo: ¡ Ya es  hora de acostarse pues mañana hay que madrugar!, era el capataz. Me asome a la puerta que comunicaba al patio empedrado, un olor a orín  y estiércol me invadió, la puerta de la cuadra estaba abierta, sabia que el dia anterior la habían limpiado y regado con Zotal  (desinfectante) para matar las pulgas. Salí al patio, el aire era frio, y la niebla espesa, mi anfitrión se acerco y caminamos hacia la vivienda principal.
Los restos del molino quedaron allí, guardando los secretos de muchas noches y días  de penurias: de frio de hambre de trabajo y desoledad que todos los trabajadores agrícolas padecieron en sus carnes en aquellos tiempos.

                                               


                                                                                               
                                 POR : El alcaraván comí 

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